Enrique Fernández–Maldonado
La semana pasada se llevó a cabo la Jornada Nacional de Lucha convocada por la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), en protesta por la política económica y laboral del Gobierno de PPK. La fecha escogida, el 19 de julio, no fue casual: ese día se conmemoraban cuarenta años del histórico paro nacional de 1977, masiva manifestación sindical y popular que acentuó la crisis del régimen militar de Morales Bermúdez y que dio inicio al proceso de transición con la convocatoria a la Asamblea Constituyente de 1979 y las elecciones generales de 1980.
Sobre este acontecimiento histórico se han hecho una diversidad de balances. Recomendamos particularmente el libro del historiador Manuel Valladares, El Paro Nacional del 1977 de Julio: Movimientos sociales de la época del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas (Editorial Pakarina/UNMSM, Lima, 2013), donde se plantea un análisis pormenorizado del proceso de organización e implementación del paro.
Varios factores están a la base de esta importante manifestación. Por un lado, la crisis económica global –que en el Perú se expresó bajo la forma de paquetasos e inflación– influyó notoriamente en el clima de descontento social generalizado. Por otro, el país experimentaba por esos años una intensa organización y movilización social que pugnaba por el reconocimiento de una serie de derechos por parte del Estado. Los partidos de izquierda y el Apra se disputaban la convocatoria y conducción política de las masas movilizadas, de la protesta sindical y de los sectores intelectuales en las universidades. En 1968 se constituyó la CGTP con un discurso clasista que desplazó a la aprista Confederación de Trabajadores del Perú (CTP) en el ámbito sindical. En este contexto, las medidas económicas y laborales adoptadas durante la segunda etapa del gobierno militar, que iniciaron el desmontaje de las reformas impulsadas por Velasco, generaron rechazo en los sectores que se habían beneficiado de estas. Estos elementos confluyeron, primero, en las primeras manifestaciones de protesta en 1975, y posteriormente en el gran paro nacional de julio de 1977, logrando uno de los objetivos perseguidos por las organizaciones movilizadas: debilitar al régimen y forzar su salida. Sin embargo, el costo político y social del paro nacional –cinco mil dirigentes sindicales despedidos– resultó demasiado alto para un movimiento social en crecimiento, que tuvo muchas dificultades para recuperarse del golpe asentado. En los años siguientes (1980–2000), la violencia política senderista, la hiperinflación aprista y las reformas estructurales fujimoristas, fueron elementos de contexto que contribuyeron a mermar (más) al movimiento sindical, hasta casi desaparecerlo al cabo de una década.
Valladares ubica el centro de la discusión sobre el paro de 1977 en el papel que jugaron las organizaciones políticas y sindicales en la conducción de las movilizaciones. Para el historiador, existieron dos tendencias en tensión.
Por un lado, la posición de “apoyo crítico” que caracterizó a la recientemente creada CGTP (en 1968) y su relación con el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado. Para el Partido Comunista Unidad –de orientación moscovita–, la salida frente a la crisis del régimen militar pasaba por retomar el carácter reformista que había desplegado en su “primera fase” (1968–1975). Una posición que expresaba –según nuestro autor– la desconfianza que generaba enfrentar una transición liderada por los partidos de derecha o, para usar términos de la época, por la política “burguesa”.
Por otro, destacaba la posición radical de la “izquierda revolucionaria”, encarnada en un docena de partidos y organizaciones políticas que respondían a las distintas vertientes del comunismo internacional. La intensa movilización social y popular hacía creer a los líderes y a las bases, que se avanzaba inexorablemente hacia las condiciones políticas y estructurales para llevar a cabo la Revolución; horizonte que exigía, como primer paso, el derrocamiento del gobierno militar, por reformista, capitalista y pro–imperialista.
Sin embargo, para Valladares, las fuerzas progresistas y revolucionarias que debatían sobre el futuro del régimen, no encararon el tema central en disputa: la toma ya no del gobierno, sino del poder. Poder que emanaba –en ese contexto de intensa movilización política– de la participación activa de la ciudadanía y de sus organizaciones sociales; de la instrumentalización de la organización, la protesta y la movilización social en la lucha por el reconocimiento de la ciudadanía. Pero los actores sociales que lideraron el paro nacional, en un inicio desde las fábricas, los claustros y las calles, apostaron por participar activamente en la Asamblea Constituyente de 1979 y en las elecciones generales de 1980, dejando sin “operadores” al movimiento social y sindical.
El desenlace de ese proceso político fue la aceptación de la democracia representativa como modelo de gobierno, y de la economía de mercado como modelo de organización económica de la sociedad.
UNA TRANSICIÓN CONSERVADORA
Pasados algunos años, hay quienes consideran que fue esta una transición particularmente “conservadora”[1]. El gobierno democrático que sucedió al régimen militar –por segunda vez a cargo de Fernando Belaúnde, de Acción Popular, que fuera depuesto por Velasco Alvarado en el golpe militar de 1968–, continuó con el desmontaje de las reformas sociales y económicas iniciado por su antecesor Morales Bermúdez, en la “segunda fase” del gobierno militar (1975–1979). Este proceso de reversión del carácter social del Estado se acentuó durante el gobierno autoritario de Fujimori, en los años 1990.
El modelo de desarrollo que emergió de la transición de 1980 y que se mantuvo en la transición del 2000, hoy hace agua por todos lados. Por un lado, porque se trata de un modelo de crecimiento basado en actividades extractivas, cuya sostenibilidad y expansión son sumamente endebles y vulnerables a los shocks externos. Hace agua también porque no logró construir los cimientos de un Estado fuerte y en condiciones de organizar a la sociedad con criterios de equidad y justicia social. Las tragedias de galerías Nicolini y del Cerro San Cristóbal, como corolario de un largo rosario de tragedias similares, nos colocan ante la faz más descarnada del “milagro peruano”. Milagro que benefició a unos pocos sectores económicos (minería, finanzas, agroexportación) y condenó a amplios sectores de la población a vivir al filo de la pobreza, esclavos del crédito de consumo y bajo condiciones precarias de trabajo.
En este contexto, se vuelve a barajar la posibilidad de un paro nacional cívico y popular que convocaría la CGTP y al que se sumarían diversos sectores. La Jornada de Protesta del último 19 de julio puede entenderse como la antesala de una posible paralización nacional de carácter indefinido, como adelantan algunos voceros sindicales. De llevarse a cabo, marcaría un punto de máxima tensión en la relación con el Ejecutivo.
LOS MINEROS MOVILIZADOS
(Fuente: Liga Obrera Revolucionaria Cuarta Internacional)
Un adelanto de lo que podría significar esta medida de fuerza extrema, fue la huelga general indefinida iniciada el 19 de julio por la Federación Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Siderúrgicos del Perú (FNTMMSP).
La decisión adoptada por la FNTMMSP –que fue objeto de fuertes debates en la Asamblea de Delegados de la CGTP, realizada el 24 de junio en Lima–, fue levantada sin embargo en su segundo día de paralización, luego de que el Ministro de Trabajo, Alfonso Grados Carraro, llegara a un acuerdo con la dirigencia sindical minera. Ambas partes se comprometieron a constituir una Comisión técnica compuesta por los Directores Generales del MTPE y representantes de la Junta Directiva de la FNTMMSP, para – en el lapso de 30 días– evaluaran la derogatoria de los decretos supremos y legislativos aprobados por el Gobierno en este primer año de gestión.
Hecho este recuento, la pregunta de fondo es acerca de la viabilidad política y organizativa del sindicalismo peruano para llevar a cabo un paro nacional de impacto político como el de 1977. ¿La coyuntura lo amerita? ¿Estamos en condiciones?
Si lo miramos a la luz de lo acontecido cuatro décadas atrás, con el paro histórico que generó un recambio en el gobierno y sistema político, tenemos que ambos contextos –a pesar de las notables y evidentes diferencias– guardan algunos elementos (no menores) en común. Para comenzar, al igual que a fines de los setenta, el Perú atraviesa actualmente por un proceso de recesión económica, con un claro deterioro en la calidad de vida producto de la caída del empleo formal y el estancamiento de los ingresos. En ambos casos, luego de haber experimentado procesos de crecimiento y movilidad social en los periodos de 1950-1975 y 2004–2012, lo que incrementa la frustración social y la protesta.
En segundo lugar, al igual que el gobierno de Morales Bermúdez, PPK pretende aplicar un paquete de políticas antilaborales para trasladar a los trabajadores el costo del decrecimiento (aunque entonces el objetivo fue el desmontaje de los avances en materia de derecho laboral logrados con Velasco, mientras que ahora sería la profundización de las reformas flexibilizadoras de los noventa). Incluso se pueden plantear –en la valoración general– desenlaces análogos: en ambos casos nos encontramos con transiciones regentadas por los poderes fácticos y económicos, que administran el retorno a la “institucionalidad democrática” según sus intereses corporativos. La transición de 1980 significó el declive del Estado velasquista, de carácter social y nacionalista, iniciado durante el gobierno de la alianza AP–PPC; mientras que la del 2000, la continuidad de las políticas neoliberales aplicadas por el gobierno autoritario y corrupto de Alberto Fujimori.
Pese a esta suerte de “coincidencias”, estamos ante escenarios que muestran también condiciones estructurales distintas. La actual economía peruana es resultado de un severo proceso de apertura que se inició en los años 1980 y se profundizó radicalmente en los 1990, que se distingue del modelo desarrollista (industrialización por sustitución de importaciones) que comenzó en la década de 1950 y se asentó con el velasquismo en los años 1970. El movimiento sindical de ahora se caracteriza por su debilidad y desarraigo (la tasa de afiliación en el sector privado bordea el 5% y 16% en el sector público), a diferencia del vigoroso movimiento que paralizó el país en 1997. La sociedad peruana de ahora viene de un proceso particular de “despolitización” bajo la hegemonía cultural neoliberal, que agudizó la anomia social y extendió la inseguridad ciudadana. Las principales instituciones públicas han sido permeadas por la corrupción, involucrando a los expresidentes de la transición; y contadas excepciones, el cuadro general es el de una clase política vetusta, frívola y elitista que le da la espalda al país.
Todas condiciones suficientes y válidas para que una sociedad activa, indignada y movilizada se manifieste por un cambio de fondo, estructural, que desentumezca al país y le devuelva la esperanza a la gente. ¿Reúne estas condiciones el Perú de nuestros días?
Con todo, el impacto de las movilizaciones realizadas el 19 de julio se comprobará cuando se conozcan las medidas que anuncie el presidente Pedro Pablo Kuczynski este 28 de julio ante el Congreso de la República, en su discurso por el inicio de su segundo año de gobierno. Los miles de trabajadores que tomaron las calles del centro limeño, adelantando su rotundo rechazo a toda iniciativa que vulnere sus derechos, deben asumirse como una advertencia del tipo de respuesta que podría generarse si el Gobierno decide llevar a cabo una “reforma” que atente contra los intereses laborales de la población.
[1] Lynch, Nicolás. La transición conservadora. Movimiento social y Democracia en el Perú 1975–1978. El Zorro de Abajo Ediciones. Lima, 1992.