Enrique Fernández–Maldonado
Conmemorar al trabajador en su día supone volver sobre sus problemas pendientes, y al mismo tiempo, analizar los que está por venir. Porcentajes importantes de la población mundial carecen de un empleo digno que les garantice niveles adecuados de vida. Sectores con diversos niveles de calificación, insertos en la economía moderna, con protección social y derechos laborales, coexisten con una amplia mayoría que sobrevive a duras penas con trabajos informales y mal pagados. A esta masa heterogénea y extendida se le ha denominado “precariado”. Son los desclasados afectados por las políticas económicas que los empobrecen y marginan del bienestar social.
En Perú, a pesar que el 70% de la población labora en empleos informales y precarios, el trabajo no logra ocupar el centro del debate político y movilización social. Ciertamente la agenda de la corrupción y la crisis política concentraron en años recientes la atención de la opinión pública. Pero también han pesado factores estructurales, como la crisis del sindicalismo (reducido a una mínima expresión) y las reformas flexibilizadoras heredadas de los años noventa. Ha sido, sin embargo, el peso hegemónico del neoliberalismo cultural el factor más influyente. El paradigma individualista se posicionó como mandato social. Así, el trabajo dejó de ser fundamento de ciudadanía y herramienta de transformación social. Paso a convertirse en una aspiración personalista. Un “bien” escaso que lleva a una competencia descarnada entre individuos y países.
Estas brechas, lejos de cerrarse con los avances modernizantes de las últimas décadas, corren el riesgo de agravarse bajo el contexto actual de acelerado cambio tecnológico. El futuro del trabajo resulta, en ese sentido, incierto y desesperanzador. A la revolución digital debe sumarse los cambios en la organización del trabajo y las nuevas formas de estructuración empresarial basadas en la automatización y relocalización de la producción. En ese trance, el trabajo no calificado, sin competencias profesionales o técnicas, queda relegado a empleos inseguros y precarios, con nulas posibilidades de progreso laboral o movilidad social.
Tal discusión está lejos de darse en el medio. Acá el debate está centrado en el enfoque regulacionista, que atribuye un peso superlativo a las normas laborales como causa de la alta informalidad laboral. El argumento de los “costos no salariales” (y en particular el vinculado al despido arbitrario) domina la discusión sin considerar otros aspectos cruciales para la economía y el trabajo. Ninguno de los actores relevantes ha puesto similar énfasis en las políticas de formación y capacitación, o en la diversificación productiva como mecanismo estimulador de la demanda y oferta de trabajo. El trabajo sigue siendo un objetivo menor en la política pública. Esto se refleja en el paupérrimo financiamiento asignado al sector (menos del 2% del presupuesto general), o la sucesión de autoridades sin compromiso ni peso político.
Los retos presentes y futuros del trabajo demandan cambios, sobre todo, en la política económica. Para generar cambios estructurales se requieren cambios en su orientación y objetivos. Esta no puede centrarse solo en promover las actividades extractivas. Debe enfocarse hacia los sectores con mayor demanda de trabajo. Además de articular a los (nuevos) actores sociales en condiciones de agregar las diversas reivindicaciones de sectores laborales no organizados, que son la mayoría. El primero de mayo siempre es una ocasión para reflexionar sobre esta agenda pendiente y urgente.